Las epidemias a lo largo de la historia de Londres
¿Quién nos diría a los humanos que, con toda la tecnología atesorada en estos siglos, retrocederíamos tanto de repente debido a una pequeña estructura de información genética, a la que ni siquiera podemos llamar ser vivo?
Vaya por delante la diferenciación entre virus, que básicamente es eso, información genética que no interactúa con su entorno salvo para parasitar células y forzarlas a multiplicarse hasta que estas mueren, y bacteria, que es un microorganismo que, en esencia, hace lo que cualquier ser vivo, nutrirse, reproducirse y enfrentarse a su entorno, solo que nos pilla por el medio y nos provoca enfermedades.
Bien. Explicado esto, voy a contarte la relación de Londres con las epidemias a lo largo de una historia mucho más convulsa de lo que puedes imaginar.
LA PESTE NEGRA
La peste negra azota a la ciudad en 1348, el año más terrible de la primera gran epidemia de este tipo en Europa después de casi un milenio.
Este monstruo devastador se llevó millones de vidas en un lapso de poco más de un lustro, especialmente en el sur de Francia, el reino de Aragón e Italia, que fue por donde, irónicamente, entró la enfermedad procedente de China. Sí, como ahora, más o menos.
La peste negra es causada por la bacteria Yersinia Pestis, que afecta a las ratas y, a través de sus parásitos, también a los humanos. Pero claro, eso en la Edad Media no se sabía. Londres era por aquel entonces una próspera ciudad comercial de algo menos de 100.000 habitantes.
En apenas un año, la peste negra se llevó por delante la vida de cerca de la mitad de su población. Imagínate lo que es eso para el supersticioso imaginario colectivo de una sociedad preindustrial y profundamente religiosa. Creían que era un castigo divino.
Los que no murieron, pasaron la enfermad o eran inmunes. El plan parecía talmente diseñado por un Boris Johnson medieval. Con todo, el Museo de Londres arroja cifras estremecedoras sobre la persistencia de la peste (quizás la misma o varias diferentes) a lo largo de 300 años.
Cada veinte años aproximadamente se daba una oleada de contagios que provocaba hasta un 20% de mortandad. La enfermedad era, entonces, parte de la sociedad londinense.
Y así hasta que llegamos al terrible año de 1665, quizás el peor de la historia de Londres. En esa época, la ciudad ya era una de las más importantes de Europa y tenía una inmensa actividad comercial y naval, además de diplomática. Se estima que residían dentro y fuera de las murallas romanas casi medio millón de seres humanos.
A principios de año empezaron a circular noticias de que en las Provincias Unidas (Países Bajos) estaba muriendo gente de peste negra. ¡Otra vez la maldita enfermedad! Londres distaba de ser la ciudad que es a día de hoy: era una auténtica pocilga, sin apenas comodidades sanitarias y ningún tipo de previsión ante una epidemia.
Las noticias eran ciertas: barcos procedentes de Asia habían traído consigo ratas infectadas. Pero los neerlandeses pudieron frenar el peligro. No así la capital inglesa.
Cuando empezó a morir gente por la peste y viéndose impotentes ante la velocidad con la que familias enteras se contagiaban y morían, los ciudadanos decidieron exterminar a sus mascotas: perros y gatos fueron los mártires sin fundamento de esta caza de brujas.
Irónicamente, este exterminio permitió a las ratas campar a sus anchas entre la inmundicia. Nadie sospechaba el origen real del problema, que lo localizaban en un aire contaminado, el denominado «miasma», que iba enfermando, invisible a la gente.
Las personas adineradas huían de la ciudad, mientras los más humildes eran confinados en sus casas en un sálvese quien pueda que acabó con familias completas. El rey, por ejemplo, se mudó a Oxford huyendo de Westminster, tan próxima a Londres.
La economía, obviamente, colapsó durante semanas. Los recursos escaseaban y se registraban, ya en verano de ese 1665 hasta 7.000 muertes semanales. Era imparable. No había lugar sagrado donde enterrar a tantos vecinos, por lo que volvieron a recurrir a las fosas comunes, las cuales, por cierto, siguen poblando el subsuelo de Londres a día de hoy.
Piensa en ello cuando tomes alguna de las líneas de metro más antiguas y veas que el tren realiza un recorrido sinuoso: seguramente esté evitando uno de esos cementerios improvisados.
La peste estaba diezmando sobre todo las áreas extramuros, o sea, las más pobres e insalubres, mientras en la City, el temporal era menos y muchos negocios cerraron y los vecinos se habían marchado ya.
Los que acababan recluidos dejaban mensajes a la puerta de sus casas como los hebreos durante las doce plagas de Egipto: «Señor, líbranos de todo mal y perdona nuestros pecados».
El ayuntamiento londinense, como muchos otros, se había puesto en manos de unos charlatanes sin formación para curar a los enfermos. Eran los famosos médicos de la peste, esos de siniestro traje con pico de cuervo.
Los médicos de la Peste
Ciertamente, ellos si estaban protegidos del contagio gracias a sus atuendos de cuero, aunque pensaban que lo que realmente les resguardaba eran las sustancias aromáticas que inhalaban a través de esos picos. Esos trajes habían sido inventados pocas décadas antes en Alemania y fue en esta época cuando se hicieron famosos.
Los médicos, que cobraban un sueldo municipal y atendían a personas de toda condición económica, proponían a sus pacientes medidas de prevención y cura tan disparatadas como fumar o colocarse ranas en el cuello.
Pero como apuntaba al inicio, la sociedad era muy religiosa y necesitaba algo más: purgar sus pecados. Por eso los médicos de la peste llevaban con ellos unas varas con las que castigar a los pacientes que así lo demandaban, buscando desesperados el perdón de Dios y una cura milagrosa que casi nunca llegaba.
La cuenta alcanzado el otoño sumó como mínimo 80.000 fallecidos, algunos creen que incluso llegó a 100.000, un quinto del total de la población. El héroe que salvo a Londres de la devastación total fue el menos esperado: el frío del invierno.
La peste comenzó a remitir con relativa velocidad y podría decirse que, aunque siguió habiendo casos durante varios años más, la enfermedad no solo estaba ya controlada sino que, nunca más volvió a ser un problema para la capital británica. Por supuesto que las mejoras en sanidad contribuyeron, aunque hubo otro factor añadido: el terrible incendio de 1.666. Estaba claro que a Londres le había mirado un tuerto.
El Gran Incendio de Londres
El fuego, que duró del 2 al 5 de septiembre de ese año, destruyó hasta el 80% de la superficie de la ciudad amurallada, o sea, precisamente la que se había librado en mayor medida de la peste negra. Supuestamente, mató a solo 6 personas, aunque se sabe que fueron muchas más las víctimas.
Lo cierto es que fue un fuego purificador y contribuyó a controlar la peste negra, pues las ratas también se quemaron durante el incidente.
Pero las epidemias siguieron siendo una constante en Londres durante varios siglos más, pese a que ya ninguna de las posteriores alcanzó ni mucho menos la virulencia de la peste negra. Una de las más famosas e importantes fue la de cólera del año 1854, focalizada principalmente en el popular, y entonces muy humilde, barrio del Soho.

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EL CÓLERA
Un lustro antes, el prestigioso médico británico John Snow (como el de Juego de Tronos pero con «h»), había lanzado una hipótesis en contra del contagio de enfermedades de este tipo a través del «miasma», tan manido durante siglos.
En apenas dos semanas, el Soho registró más de 500 muertes por cólera y Snow se puso manos a la obra, elaborando un mapa del barrio donde señalaba los casos mortales que se iban produciendo y concluyendo que el foco del contagio debía estar en una bomba de agua del cruce de la calle Broad.
Después de inutilizarla e insistir lo indecible, logró que la policía acordonase la maldita fuente. Al final se pudo probar que la tubería que suministraba el agua potable a los vecinos, estaba siendo contaminada a su vez por otra tubería rota de aguas fecales. Por primera vez se había descubierto el verdadero origen de una epidemia.
Pero no, esa tampoco fue la última epidemia que se produjo en Londres por causa del agua envenenada. El último caso destacable se localizó en el East End, la parte proletaria de la ciudad: se trata de la bomba de agua de Aldgate, en Whitechapel. Esta fuente era famosísima por su «delicioso y burbujeante sabor» y sus «propiedades minerales». En 1875 el vicario del barrio descubrió que esos minerales eran restos del calcio de los huesos deshechos procedentes las fosas comunes que el agua se iba encontrado desde Hampstead, al norte de la capital. En apenas unos meses habían muerto varios cientos de personas, se piensa que por haber consumido el líquido envenenado. La bomba fue cerrada y relocalizada y aún puede visitarse en Aldgate. Curiosamente, uno de los personajes ilustres enterrados en la zona de Hampsted era Karl Marx, el autor de El Capital y el Manifiesto Comunista, alemán de origen judío, como buena parte de la población de Whitechapel en aquella época.
LA GRIPE ESPAÑOLA DE 1918
Para no extenderme más y acercarme al presente, debo recordar la última gran pandemia de la historia, la llamada Gripe Española de 1918, que pilló al Reino Unido en pleno final de la I Guerra Mundial, por eso no se informó convenientemente de lo que estaba sucediendo y es muy difícil determinar cuantos soldados y civiles fallecieron por culpa de este contagio.
Y así llegamos a la actualidad, cuando Londres tiene casi nueve millones de habitantes y ya se han producido varias decenas de decesos, mientras la población, mayormente, se recluye en sus casas para evitar propagar el maldito Coronavirus, el Gobierno va tomando medidas a cuentagotas y yo termino de escribir esta macabra crónica que, espero, te ayude a comprender un poco mejor mi querida Londres.
Damián Pereira
Guía de Tour Londres
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